Virginia Higa, en Los Sorrentinos, construye una historia profundamente familiar donde la gastronomía no es solo un escenario, sino el verdadero lenguaje que une a sus personajes. La novela de ficción nos traslada a Mar del Plata, Argentina, a la trastienda de una casa de pastas regentada por una familia ítalo-argentina, donde los sorrentinos —esas piezas de pasta rellena tan propias de la región— son el centro emocional de todo lo que ocurre.
El protagonista, Chiche, hereda el negocio familiar casi como quien hereda un apellido. No es una decisión planificada, sino una consecuencia natural de pertenecer a un mundo donde el trabajo, la identidad y los lazos familiares están indisolublemente mezclados. Lo más interesante de Chiche no es su papel como cocinero, sino cómo va encontrando su lugar dentro de una tradición que viene de generaciones atrás, con sus luces, sus rutinas y también sus pequeñas resistencias.
A lo largo de la novela, Higa nos muestra cómo en esta familia las emociones a menudo se expresan más a través de la masa y el relleno que de las palabras. Los silencios pesan tanto como los diálogos; las recetas, transmitidas de manera casi ritual, son un símbolo de amor, de pertenencia y también de conflicto. Cada domingo, cada plato servido, es una reafirmación de una identidad compartida y a veces negociada.
El ritmo de la narración es pausado, casi como un guiso que necesita su tiempo, pero nunca pierde el interés. La autora consigue esa sensación de “estar dentro” de la cocina, con descripciones que huelen a harina, a salsa de tomate y a queso rallado. Al leerlo, es difícil no sentir hambre o no imaginarse en una mesa familiar, entre discusiones cotidianas, gestos automáticos y la calidez de lo conocido.
Uno de los aspectos más valiosos de Los Sorrentinos es precisamente su sencillez. No hay grandes giros dramáticos ni sorpresas espectaculares; el peso de la historia está en los pequeños detalles cotidianos, en las dinámicas familiares, en los roces generacionales y en esa mezcla de amor y resignación que tantas veces define los lazos de sangre.
Durante la lectura, no pude evitar pensar en lo universal de esa experiencia familiar, aunque esté anclada en un contexto muy concreto. Por momentos, dan ganas de ser uno más en esa cocina de Mar del Plata, amasando junto a ellos, compartiendo la mesa y probando esos famosos sorrentinos que, aunque solo existen en la imaginación del lector, parecen casi tan reales como los personajes.
Los Sorrentinos es, en definitiva, una novela entrañable, que se lee con gusto, perfecta para quienes disfrutan de las historias íntimas, del retrato cultural y de la literatura que sabe que los afectos más profundos se cuecen, muchas veces, a fuego lento.
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